“Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro…”
Instrucciones para llorar Julio Cortázar
Cómo escribir de otra cosa que no sea la pandemia. Parece una herejía. “Hay que aprender a morir…la cosa viene en serio…” dicen los vecinos tremendistas. ¿Alguien enseña?. Quizá un poeta, un tanatólogo o un loco. Morir es una marca de fábrica, venimos con obsolescencia programada como una pava eléctrica. El drama es que lo sabemos. Nuestro cerebro de kilo y medio es el gran batidor. De allí la angustia, el miedo, el dolor.
Las muertes de la peste bastan y sobran. Todas de vuelta manzana. Demasiadas. Todas caruchas conocidas, queridas, próximas. Irremplazables. El infierno tan temido llegó mal que nos pese.
La noche del Lunes 28 murió Carlos Enrique Solis un suboficial sargento ayudante de la Policía. Lo conocíamos desde que entró a la Fuerza dieciséis años atrás. Conocíamos al tipo detrás del funcionario, humilde, sufrido, solidario. Ese que cada día del niño recolectaba dulces y juguetes para regalarles una fiesta a los chicos carenciados de los barrios y de los cerros.
Gestos de buena leche mejores que las medallas al mérito que le dieron por desbaratar bandas de ladrones o dealers en sus tiempos de la Brigada o Drogas.
Para nosotros era el “petiso Solis”. Fue el onceavo efectivo muerto por coronavirus en la provincia.