Concluyeron los alegatos del docente, escritor y ex Juez Federal de Orán Raúl Juan Reynoso. Tan extensos como inútiles sabiendo como sabía hasta el menos advertido que tenía la tumba cavada . 13 años le dieron.
En clave literaria publicamos su versión del entripado con nombres reales y nombres ficticios que, si se lee con atención, quizá se puedan reconocer. En el Juicio habló más de doce horas, el cuento es un poquito más corto.
DILEMAS DE LA PROFESIÓN
Cuando tuvo en sus manos el anhelado diploma universitario sintió un placentero desahogo, pero ahora le costaba entender por qué lo regocijaba casi un idéntico alivio si lo que tenía sobre el escritorio era la reciente notificación de una denuncia en su contra.
Hacía pocos días que había prestado juramento para ejercer ese nuevo cargo y ya zozobraba su carrera en la Administración de Justicia.
-¿Cómo esto era posible? -se preguntaba perplejo, Bertín.
Los años y la experiencia le dejarían en claro que las contradicciones internas suelen ser frecuentes y tentadoras como el bien y el mal, y que las promesas, aún las más puras y solemnes, suelen abdicarse como los sueños y las utopías.
Con sus colegas, Bertín Granada había empezado a viajar asiduamente, asistía a congresos de especialización en derecho penal en los que presentaba sus ponencias sobre narcocriminalidad internacional, asociaciones ilícitas, tráfico ilegal de estupefacientes y sustancias psicotrópicas e incluso en muchas oportunidades era invitado en calidad de disertante.
Como recientemente había quedado vacante una Defensoría ante los Tribunales Orales vió con claridad una excelente posibilidad para seguir avanzando en su indisimulada obsesión por ocupar cargos de mayor jerarquía, por ello puso todo su ahínco en mejorar su currículum haciendo post grados, publicando artículos jurídicos e intentando concluir su primer libro con citas y transcripciones de fallos favorables a sus planteos al interponer acciones de hábeas corpus colectivos correctivos debido al agravamiento de las condiciones indignas de detención de centenas de personas que eran hacinadas en containers ubicados en los predios de los escuadrones de Gendarmería Nacional o bien en insalubres celdas de las comisarías de la Policía Provincial.
Sin embargo, aún le faltaba otra conquista que si bien debía tener relación con el ejercicio de su función tampoco debía ser estrictamente académica, precisaba de una parafernalia que lo diferenciara de los demás, que diera fundamentos suficientes para que le hicieran constantes entrevistas periodísticas, radiales, televisivas y escritas, que su fotografía con pose triunfalista, traje oscuro, mirada altiva y brazos cruzados, se hiciera archiconocida, que su nombre estuviera en boca de la gente en los cafés, taxis, colectivos y especialmente en los pasillos tribunalicios y en despachos de la Legislatura y del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
Su nueva estrategia lo llevó a practicar variados deportes y compartir tertulias en clubes donde concurrían no sólo abogados del foro que ejercían la actividad libre en sus estudios jurídicos sino también con profesionales de otras disciplinas que se desempeñaban en organismos e instituciones vinculadas a la salud, economía, comunicaciones y relaciones humanas; algunos fines de semanas tomaba clases para iniciados en golf, en otras ocasiones jugaba rugby o bien partidos dobles junto a experimentados profesores de tenis como René Vergara, Nego Ortellado, Negro Bresina, Negrito Castagnaro, los hermanos Mardones y Fernando Siles.
Las distendidas charlas en los descansos y las divertidas anécdotas rememoradas en esas reuniones informales le permitieron ir conociendo las intimidades de los factores de poder y presión, pero los infortunios le demostrarían que el cúmulo de equivocaciones ajenas a veces no alcanzan para evitar los errores propios porque cada uno debe labrar su camino intentando dejar huellas y señales.
Siempre le prestaba mucha atención a la particular manera de vestir, hablar y gesticular de aquel espigado y formal Defensor Oficial ante la Cámara en lo Criminal, el Dr. Luis Ángel F., y algunas de sus enseñanzas le ayudarían a ir sorteando dificultades; J.J. Saravia Royo, Uluncha Saravia, Martínez Gallardo, Patricio Sosa, Pachi Raed, Atilio Álvarez, Federico Magno, Luis Caro Figueroa y Pablo Calisaya le habían hablado de aquel señorial defensor del que sus propios pupilos procesales pretendieron mofarse. Esa actitud trastrocada de presos desaprensivos iría despellejando la piel de su sensibilidad.
Conforme a las directivas emanadas del Procurador General de la Provincia, en aquélla época, los Defensores Oficiales tenían la obligación de visitar todos los viernes en sus lugares de detención a sus asistidos a fin de informarles sobre el estado procesal de sus causas y planificar estrategias abroqueladoras. En una oportunidad, luego de conversar con cada imputado poniéndolos al tanto de las resoluciones recaídas, pruebas aceptadas o denegadas y la tramitación de incidentes, los encausados reunidos en el patio del Penal le plantearon situaciones que tenían de fondo una problemática similar, compungidos le comentaron que estaban atravesando momentos difíciles a nivel familiar, con hijos enfermos o que habían intentado suicidarse, cónyuges indolentes que dejaron de visitarlos o bien formaron nuevas parejas, escasez de trabajo para aquellos que aún querían ayudarlos e incluso muchos habían sido desalojados de las modestas viviendas que alquilaban.
En fin, las penurias abundaban por lo que le imploraron les facilitara dinero en calidad de préstamo para paliar tales contingencias; conmovido, el Dr. Luis Ángel sacó, desde el bolsillo interno de su elegante sobretodo importado, la billetera de carpincho de la que extrajo varios billetes de alta numeración y se los entregó, los presos le agradecieron de tal modo que el señorial Dr. hasta les permitió una extravagancia inusual para su personalidad, que lo abrazaran; así, con una profunda sensación de estar cumpliendo no solo con la ley sino también con los principios misericordiosos de su fe, se despidió de los internos, el Dr. sintió que los músculos de su rostro adusto se relajaban, que las contracturas de su cuello se disipaban y que las turbiedades de su alma se diluían parsimoniosamente en diáfana tranquilidad; con abisal sosiego tomó su portafolios de cuero inglés curtido y junto a su antiguo secretario Abelardo Bellido se despidieron complacidos, se apoltronaron en la lujosa 4×4 motor V6, turbo intercooler, con butacas de cuero climatizado y volante ajustable electrónicamente, luego de recorrer un trayecto considerable advirtieron que habían olvidado agendas y biblioratos por lo que tuvieron que retornar al Penal, ya en el interior del edificio les llamó la atención que en los zagüanes resonaban estruendosas carcajadas que provenían del patio donde aún permanecían aquellos internos, el Dr. y su secretario se apegaron a la pared para no ser vistos, se mantuvieron en alerta como asaltantes al acecho, por lo que estaban escuchando el rostro del Dr. Luis Ángel empezó a poblarse de amorfas líneas sanguinolientas que develaban el rictus de la ira y sus ojos chispeantes lanzaban al aire cuchillazos de venganza.
Todos, hasta los funcionarios penitenciarios que observaban estupefactos tan insólita escena, escucharon con absoluta claridad que aquellos presidiarios estaban burlándose del Dr. que los había ayudado, risotadas bufonas ponían al descubierto la calaña de los ingratos, con el dinero recibido habían comprado pasteles, gaseosas, chocolates y hasta varios paquetes de cigarros en la cantina del Penal; incluso estaban maquinando otros embustes para volverlo a timar.
A partir de entonces, zaherido hasta el tuétano, el señorial Dr. Luis Ángel supo que era mejor desconfiar del hombre aún cuando en momentos de desgracia pareciera comportarse con sinceridad; quizás por eso lo doblegó un sordo resentimiento trayéndole a la memoria el viejo dicho popular que solía repetir aquel colega que se la daba de amigo y recién ahora se daba cuenta que únicamente se le acercaba porque no podía estar alejado de su vida para tratar de imitarlo y seguir su pujante paso, aquél que supo borrarse olímpicamente como solo saben hacerlo los hipócritas mediocres, ese morochito acostumbraba advertir “Porque he brillado en los estudios por afuera deslumbro dorado pero si tratan de dañarme va a aflorar el negro que llevo adentro”.
El caso en que intervenía Bertín era ideal, contaba con ingredientes imprescindibles, complejidad e interés mediático; lo habían designado para defender a dos de los coimputados, hermanos, supuestos miembros de una megabanda con carácter estable, soporte estructural, división de roles y capacidad para articular acciones de modo de sostener el desarrollo de la actividad ilícita; los Fiscales vernáculos, apoyados por la Dirección de Inteligencia Criminal, Procunar, Unidad de Información Financiera y Procelac nacionales, habían preparado previamente el cenagoso terreno de la opinión pública cuestionando metódicamente en los últimos meses las decisiones jurisdiccionales del principal acusado, para ello contaron con la connivencia del medio gráfico de mayor difusión en la provincia que instaló con saña la imagen negativa del mismo y, como suele ser habitual, otros medios replicaban automáticamente sin ir a las fuentes, como hubiera correspondido.
A su vez, el Juez Instructor precisaba que la subrogancia que venía cubriendo desde varios años atrás se consolidara en nombramiento permanente; cada uno de los operadores judiciales haría su aporte en Primera Instancia y cuando el caso llegara a Cámara ya estaba conversado para que todo se confirmara en tiempo récord, procesamiento para todos y además prisión preventiva para el magistrado acusado, lo mantendrían privado de libertad hasta que la causa fuera elevada a juicio y el Tribunal Oral se avocara, también allí se intentaría seguir digitando porque era número puesto la intervención de una flamante Camarista, esposa de un Diputado Nacional que respondía al Primer Mandatario Provincial; no en vano en el interior de la República suele repetirse que algunas provincias funcionan como feudos.
Bertín Granada aspiraba, incluso, a ser en un tiempo no muy lejano Defensor ante la Cámara Federal de Casación Penal, no trepidaría, al igual que sus colegas partícipes en la trama, en utilizar cualquier ardid para sostener el complot oficial, había que destruir a ese Magistrado de la caliente frontera del norte que no sólo había sido distinguido por sus excelentes calificaciones en los Concursos Públicos Números 274 y 280 del Consejo de la Magistratura de la Nación con lo cual resultaba insoslayable su ascenso a Camarista sino que además la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo estaba proponiendo para ejercer la Presidencia de la Comisión Especial de la Lucha contra el Narcotráfico a nivel nacional. Bertín maquinó fríamente, repasó detalladamente cada uno de los artilugios con los que contaba y así creyó encontrar el hilo de Ariadna, les aseguró a los familiares de sus dos defendidos que lograría el sobreseimiento de ambos a condición que declararan en contra del juez acusado adjudicándole como propia una ignota finca del chaco salteño clasificada en zona de reserva y con código amarillo.
La vida de Bertín no había sido fácil, cuando era un vulnerable niño, tenía que salir todas las mañanas desde bien temprano a vender diarios, revistas y semanarios para juntar monedas y algún escaso billete de poco valor y así ayudar a sumar en el fondo común de los ingresos para solventar los gastos que se generaban en su humilde hogar, sin pensar siquiera que bajo sus brazos y en el portaequipaje llevaba mensajes e informaciones de todo tipo que con el paso de los años y con otras expectativas comprendería que había sido un importante eslabón en la difusión de un temible factor de poder y obviamente no dudaría en aprovechar tan inigualable experiencia para aplicarla hábilmente en beneficio de sus ambiciones; mucho menos ni mínimamente sospechaba en aquella época por qué el prepotente agenciero, tal vez obedeciendo directivas de La Editorial o quizás impulsado por su propio sadismo, solía reunir a todos los canillitas antes que salieran a la calle y les indicaba que tal noticia, impresa en grandes titulares en primera plana, debían gritarla a todo pulmón y repetirla en todo su recorrido hasta el hartazgo.
Después de ésas enérgicas arengas, los changuitos agarraban sus bicicletas cargadas de periódicos y empezaban a recorrer las zonas que tenían asignadas; Ale y Bertín se dirigían al Barrio Catedral, al pasar por la Avda. Fazio saludaban a Adela y Reynaldo, luego bajaban hacia Barrio Caballito y allí visitaban a Pichulo y Tití Auadre, a Inés y el Mono Cejas, tomando la San Martín charlaban un rato con Doña Blanquita de Castagnaro, Elías y Pericles Milonás, el Tucumano Rodríguez, los Ceballos de Bar El Ceferino, los Barcat de Tienda La Mariposa, los peluqueros Cosio, paraguayo Casco, Campos y Crisat, por último visitaban a los Azúa de Carnicería El Torito, de allí se dirigían al Barrio que llevaba el nombre del héroe civil chaqueño, Osvaldo Pos, solo para darle un abrazo al Dr. Fernando Marqués, cordobés que se distinguía por su caballerosidad.
Por su parte, Paquito Vega, canillita entusiasta y bullanguero, hacía todo el centro de la ciudad, pedaleaba por las calles Alvarado, Arenales y Güemes, cuando llegaba a la Plazoleta del Barrio Estación se detenía unos minutos voceando con estridencia para ver si asomaba algún vecino conocido, en todo ese itinerario ya tenía clientes fijos como el Señor D’Angelo que vendía billetes de loterías y siempre tenía caramelos en los bolsillos de su impecable saco para regalar a los chicos que lo saludaban, el Dr. Ricardo Daud que fue el autor del proyecto de ley para la creación del Juzgado Federal de Orán, el municipal Roberto Salas que junto a las Concejales Patricia Hucena, Ana Flores y Anita Sarapura impulsaron importantes ordenanzas, el profe Napo que era el preferido de los alumnos para hacer el viaje de egresados del Colegio Profesor Julio Cortés, las modistas Gringa Juárez y Minina Chávez que eran requeridas por la calidad de sus confecciones, Don Silverio y Doña Tona de talabartería y marroquinería La Formoseña, Rosita la tendera, Amelio y Rafa los almaceneros, Domingo y Memo los relojeros, el Ñato Naser, Carlitos Juárez y los Villalba los bicicleteros, Quintana, Cordero y Caballero los joyeros, los Amado que contaban con pianista, empleado judicial y miembros de las fuerzas armadas, Doña Rita Escoda la partera que muy entrada en años seguía conduciendo su antiguo Fiat 600, los Crisol del Hotel Avenida, Jacinto Herrera de Hospedaje La Marina, los Perez del Hotel Montecarlo, Doña Rosa de Hotel Egües, Doña Aída de Quipildor que era pura amabilidad, excelente ama de casa y fiel compañera para colaborar con la tarea docente de Don Justo Pastor; antes de continuar con su derrotero hacía oír su voz inconfundible frente a las casas de familias tradicionales como los Moldes, Sánchez, Lezcano, Maza, Aybar, Ortiz, Cerezo, Ruiz y sentados en los banquitos de sus sastrerías levantaban sus manos saludándolos Don Sixto Rodríguez, Suárez y Sandoval, también los talleres mecánicos y de pintura de Arroz con pollo, Ñica, Turco Miguel, Goyo de calle Colón, Coya Genaro Achá y Los Mecheros; cuando trasponía El Bailarín Rengo desde el interior se escuchaba entonar Madame Ivonne a Roly El Tanguero y allá en la esquina, en el sector reservado para el estacionamiento de motos, le sonreía Daniel Pacheco.
Precisamente allí tenía su almacén Doña Luz Vargas, dulcísima anciana que hacía sentir con su paciencia y su inigualable sonrisa que sus golosinas siempre serán las más ricas y dando vuelta la manzana, en la esquina de la San Martín y Alvarado, estaba el negocio de otra inclaudicable trabajadora, la abuelaza Salma a la que llamaban turquita aunque en realidad había nacido en Mosul, ella no sabía de feriados y atendiendo a zafreros y marchantes con su bar comedor pudo criar, junto a su esposo iraquí y al entrañable taxista tucumano Segundo Quintero, a sus amados hijos Juancito, Roque y Sabija mas conocida como Nena.
Los periódicos que no podían ser ubicados en esas salidas vocingleras eran entregados en los puestos fijos de las revisterías y agencias de tómbola que estaban a cargo de abatanados vendedores, verdaderos periodistas callejeros que acostumbraban analizar con los lectores y clientes el pulso de la realidad; vivencias, ideologías y anhelos fluían a raudales con Manolo Cabello, Moyita, Cachichi, Pocho C. y Franco; a su vez en la capital salteña el rapsoda utópico Gringo Aguirre embriagaba la Caseros en Plaza 9 de Julio con los poemas de Raúl Araoz Anzoategui, Eduardo Ceballos, Víctor Fernández Esteban, César Alurralde, Benjamín Toro y Jesús Ramón Vera, desde ese olimpo demiúrgico le enviaba variadas remesas de cordura y desvaríos a Pollito Tejerina que, mientras Pepi les cebaba mates, dialogaban animadamente en la vereda de la Iglesia frente a la plaza central de Embarcación acompañado por Chiche Cerrutti, Grillo Gómez, Meco Lazarte, Carlitos Molina y los médicos Mario Yellamo y Mónica Jorge.
Bertín no la había pasado bien en la infancia; después de rendir cuentas al agenciero y recibir el porcentaje por la venta del día regresaba a su casa en horario del almuerzo, su madre generalmente le preparaba polenta con salsa o bien guiso de arroz o de fideos con escasa carne, en otras ocasiones les sonreía satisfecha a los diez hijos cuando en la sopa podía incluirles un puchero, también hubo mediodías lánguidos en que tuvieron que conformarse con un yerbeao y tortillas caseras.
A la siesta y hasta la caída del sol Bertín no tenía descanso por múltiples quehaceres; su padrastro, riguroso e inflexible, lo llevaba al monte espeso, detrás del cedral, a cortar leña y cazar animales, así aprendió a utilizar hachas, machetes y filosos cuchillos, sabía descogotar gallinas, carnear cerdos, cabritos y vaquillonas, descuerear y trozarlos con habilidad campesina, que corriera sangre caliente entre sus manos no le resultaba extraño y quizás por eso fue adquiriendo tal extrema frialdad como para no conmoverse, años después, cuando tuvo que decidirse a provocar profundas heridas en las vidas de los otros.
A pesar de la carencia del tiempo libre Bertín se las ingenió para estudiar en la nocturna aunque con muchas dificultades, en la cocina de su casa no había comodidades suficientes para leer porque solo tenían un foco de muy bajo amperaje, así que solía trepar las paredes sin revocar y escaparse por los techos, luego bajaba resbalando por un poste de luz y hacía las tareas afuera valiéndose de la iluminación de la calle, después de concluírlas, cuando reingresaba a la casa, como no alcanzaban las camas para todos, dormía bajo la mesa sobre una raída colcha a la que cuidaba con esmero. Cuando terminó el secundario, sus hermanos mayores por parte de madre, Tino, Ramón y Ricardo Bulacio prácticamente lo conminaron a ingresar a la Escuela de Oficiales de la Policía porque allí tendría asegurado habitación, vestimenta y comida; egresó siendo abanderado de su promoción, con el paso del tiempo y con algunos ascensos que lo llevaron al grado de Comisario se inscribió en la carrera de Derecho en la Universidad Católica de Salta donde también se destacó por sus buenas calificaciones. Con título en mano dejó la Policía e ingresó al Poder Judicial de la Nación como Escribiente, por sus méritos fue logrando otras designaciones, Oficial Mayor, Prosecretario, Secretario; luego concursó y quedó postulado para ser nombrado Defensor Oficial Federal ante los Juzgados de Primera Instancia; cuando llegó el período de impugnaciones y adhesiones a su nominación recurrió a solicitar apoyo de instituciones oficiales, O.N.G. y Magistrados de diferentes jurisdicciones; logró reunir muchísimas recomendaciones, entre ellas se destacaba la del Juez que, tiempo después, pasaría a ser su víctima.
Ese tiempo había llegado. El Dr. Bertín Granada supuso que tenía ya todo acordado con ellos; les habló metafóricamente de una mesa despareja, les explicó pacientemente que sus testimonios representaban la pata apropiada que a esa mesa le faltaba, que si cooperaban no habría de qué preocuparse porque de ese modo todo encajaba. En su público despacho les habló con tanta convicción que casi nadie se percató cuando la verdad se escapaba por la ventana.
A paso firme los condujo al juzgado, su obra maestra estaba a punto de culminar.
Sin embargo, descomunal fue la sorpresa de Bertín Granada cuando los testigos estuvieron sentados frente a los sumariantes Adrián Iparraguirre y Héctor Ramaya. Confesaron que no iban a mentir, pidieron que leyeran lo que un hombre de fe les había hecho llegar.
Ante el estupor de Bertín Granada, ese manuscrito pasó de mano en mano como en una guerra se contagia el valor y un coro compasivo de novísimos devotos que incluía al Juez, a los Fiscales, a testigos y sumariantes, en el Palacio de Justicia de este modo cantó:
Las dichas de un Padre Preso
Esta noche con sensaciones de soledad,
soledad con preludios de ser opaca y fría
y esta inmensa incertidumbre
que intentará desgarrar nuestras vidas
Pensé que no tenía esperanzas
que solo tenía heridas
pensé que las desgracias
poco a poco nos vencerían
Pensé que no tenía voz
para desearte ¡Feliz Cumpleaños!
Pensé que no tenía fuerzas
para tomarme de tu mano
Pero tu beso me dió calor
y tu sonrisa me dió alegría
quise regalarte una flor
y en mi corazón sembraste
las mejores rosas de tu vida.
Desde entonces no tengo temores
de sentirme solo y a la deriva,
en mi celda por las mañanas
tú siempre me darás los buenos días.
Cabizbajo, inhibido en su insidia y arrastrado por las inmundicias de su propia malignidad, Bertín Granada encontró las respuestas que buscaba, comprendió que aún la más omnímoda injusticia nunca podrá conmover al más vulnerable estado de inocencia, así como tampoco la ley más severa nunca podrá acallar a las más humilde de las poesías.