En verano los ríos se convierten en trampas mortales. El agua de los cauces crece arrasadora con el agua de las lluvias y el agua de las lágrimas vertidas por las familias de los que se lleva el torrente. Es tiempo de ahogados, de anegados, de inundados, de desastres como cuando el Bermejo en 1875 hizo desaparecer del mapa las dos últimas misiones franciscanas de Rivadavia.
Y hay una pandemia anunciada de dolor y de búsqueda en el desquicio de unas aguas marrones que bajan empujando en busca del mar.
Este año enlutó Enero primero la muerte de un bagayero de 21 años en la zona de la Talita con un video que se hizo viral en las redes y diez días después, el anteúltimo día del mes, la tragedia de dos hermanos del Cedral, de 11 y 25, arrastrados primero el menor y luego el mayor por intentar salvarlo. Todavía no los ha devuelto el río.
Los rescatistas hallaron un cuerpo que por su grado de descomposición es de un ahogado más antiguo, quizá de Aguas Blancas.
El drama se reproduce en Bolivia, en el río amazónico Chapare en Cochabamba donde una madre va a la cabeza en las barcas que buscan a su hijo ahogado, José Manuel Hurtado de 28 años, que cayó y se hundió cuatro días antes que los hermanitos Oranenses Juan de Dios Cruz y Héctor Marquez.
El agua, esencia de vida y de muerte.
